Viernes...


Para Susana.


Era viernes, sonaba Tchaikovski… el violín movía cada molécula de aire con la cadencia que adormila y despierta a la vez. El sol entraba a través de la blanquísima cortina de seda del apartamento. Subía y bajaba la nota musical, la orquesta se comunicaba, hablaban, conversaban; violín y orquesta.

La piel blanca inerte, limpia, seductora, inmóvil, era recorrida por los rayos del sol de mañana. Si uno miraba fijamente el recorrido suave sobre el brazo, caía hondo en sus caderas y tocaba apenas la pierna. Cual amante tímido. Cual roce puberto.
Un pajarito se posaba en el balcón. El reflejo del aluminio del barandal lo cegó por un instante. Dio dos brincos, se posó en la sombra. Miraba al interior y sin amenaza, ante la quietud, sus ojitos rápidos escudriñaban el interior quieto, todo quieto.


~


El sonido de los motores prevenían a los pasajeros que venía el final del viaje. Por más 10 horas, la constante sonora, finalmente cambiaba de tono. Elena tomó el libro puesto enfrente a ella horas antes, previo a dormirse. Su rostro hinchado de dormir picaba y pasó sus manos por el. Su mente comenzó a retomar sobre el sueño abandonado. No recordaba que, pero el deseo de ver pronto a su madre le dibujo una sonrisa en la boca.

Cuantos días había esperado por este encuentro. Ya eran casi 6 meses que no la abrazaba, no la besaba y no le contaba sus pensamientos. Ocupada en el reciente amor que en su mente nacía, en sus células y en su cuerpo; la habían alejado de sus constantes pláticas telefónicas, que si bien duraban a veces horas, no dejaban de extrañarse las miradas cómplices, la confianza, la paz que solo su madre le daba cuando se llenaba su capacidad de duda. Nuevamente sonrió.

Elena cursaba estudios humanitarios en el viejo continente. Llevaba ya más de 3 años alejada de su mundo cotidiano en el nuevo continente. Su mundo cotidiano ya era otro. Su paso viajero le daban ya un aire de conocer y saberse mover sola. Pero en el fondo deseaba compañía.

Stephan llegó a su vida como llegan algunas nuevas a nuestra vida. Sin ver de donde. Sin aviso. Sin preparación. Solo llegó…

El verano había sido el momento que la libertad escogió para Elena. Había elegido conocer el sur de Francia con su mejor amiga. Pasar tiempo en compañía de Astrid y su familia, le había  parecido una buena elección y cambiar la constante de ver a la suya. La costa francesa sureña, calida, atrevida y sin duda emocionante la hicieron que sin pensarlo dos veces eligiera. Fue ahí, pisando arena, que la coincidencia y un acto de buena fe, la hicieran conocer a Stephan, que inocente y despreocupadamente dejó en la mesa del café su cartera, Elena, como es ella y como solo puede ser ella, corrió a devolvérsela, permitiendo el primer cruce de miradas que ninguno de los dos sabía hasta donde podría llegar.

Cinco años mayor que ella y miles de años de cultura nórdica contra la latina los separaban, pero no fue difícil que la adaptabilidad humana triunfara sobre los pormenores de lenguaje y costumbres.

Astrid quedó como testigo de un romance “de verano” que trascendió cuando la “casualidad” invadió los tiempos de ambos. Astrid quedó como dama de honor del romance que no molestó a nadie, salvo el ligero resquemor inevitable de los celos paternos que solo pudieron ser manifiestos a través de correos, que divertían a sus lectores, más que ser razón de preocupación.

Elena fue agasajada por el vikingo. No hubo detalle del rubio sin ser observado y la lección de su madre de estar siempre atenta a aquel que ve más por la atención, por el fondo, por el ingrediente, hasta en la charla más ligera, contra aquellos simplemente agraciados por los dioses de la belleza.

Stephan cambiaba de residencia a Paris al terminar el verano. Unión casual. Unión que dio a Elena cierta seguridad del poder conocer el día a día del teutón. Sus estudios avanzaban y el muchacho previa mayores oportunidades de desarrollo futuro, más al centro del continente que estando tan “norteado”, en Estocolmo.

Al término del “corto” verano, que para Isabel fue así, viajaron los tres juntos, Elena, Astrid y Stephan de vuelta a sus respectivos puntos de partida. Elena y Astrid habían pasado de ser buenas amigas a cómplices del nacimiento de algo que pudiera ser el inicio de algo.

Las nuevas eran conocidas y compartidas en el nuevo continente. Lugar y aires a donde las alas brillantes de acero y composiciones cerámicas de la aeronave ahora surcaban.

La ciudad enorme se reflejaba en la mirada de Elena que admiraba a través de la ventanilla, edificios, avenidas y calles pobladas por miles de vidas, que en ese momento vivían sus propias emociones y tristezas. Elena solo deseaba en ese momento ser ella, vivir su vida. Sentía aun el beso tierno que Stephan le dejaba a su partida. Olía su loción. El ligero olor a tabaco de sus palabras de amor y la inolvidable mirada de despedida con el “te espero” mudo correspondiente, bajo el bello telón de sus ojos azules.


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Tchaikovski dio paso a Mozart… la alegría sonora hizo que el pajarillo volara dibujando una delta en el azul del cielo. La imagen de un avión en sentido contrario al vuelo del pájaro, eran los únicos puntos de la enormidad azul. La calma reinaba. Solo la música y la emoción de la orquesta, que de la mente de Amadeus pasaba a las partituras, rompían la calma del apartamento.

Ambos cuerpos eran todos iluminados por el sol. Cuatro piernas, cuatro brazos, dos sonrisas y cabellos entrelazados. Imagen del amor en calma.

Nada rompía la nota baja de la calma. El sistema de audio llevaba ya horas sonando. Piezas clásicas, piezas de belleza que por años, por siglos seguían sonando en los tímpanos de muchos y que a pesar de la ausencia de otros, seguirán sonando. A pesar de lo que a algunos pase, seguirá armonizando momentos de otros…


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Elena caminaba ansiosa. Ya había marcado varias veces el número de su madre sin respuesta. Sabía y conocía; habiendo aprendido de ella, que es mejor mantener siempre la comunicación abierta para estar atenta, a jugar a la incertidumbre que generalmente lleva a caminos más largos.

Stephan había llamado 2 minutos atrás cerciorándose que su amada estuviera en tierra firme, a un océano de distancia. No la escuchó bien. La voz de “no estar bien” se pegaba a las líneas invisibles de las ondas de voz. Era raro en ella y le preocupó. A su pregunta, la respuesta clara del extrañamiento de no tener contacto con su madre le dio la respuesta. Deseaba estar cerca. Abrazarla y hacerla sentir que sola no estaba… había dejado de estar sola a partir de ese verano. Pospondría sus estudios, estaría al pendiente. No la dejaría sola.
Elena ansiaba los cafés y las galletas dulces que siempre servían de marco de platica, sonrisa y aprendizaje al mirar a su madre. Elena quería, necesitaba que contestara.

Años atrás que había entendido que su madre era la persona que más le enseñaba lo que era vivir feliz. La necesitaba, le urgía saber su opinión sobre todo lo que había hablado de sus sentimientos. Se sabía casi sorda desde el verano, se sabía con poca atención para todo aquello que no fuera Stephan. Pero también estaba consciente que ahora tendría que escuchar más y hablar menos. La hora del consejo llegaba. Y lo quería, quería saber más. Nada mejor que la mujer en la que más confianza tenía. Nada mejor que escuchar a aquella que era ejemplo de lo que el amor debe ser. Nada mejor que la mujer que ante la crítica, ante la conveniencia y ante el rechazo, anteponía la razón, la congruencia y la sinceridad. Nada mejor que la que le dio vida, para ahora agasajarla de vida, de la vida que el surgimiento de un ‘alguien’ que le hacía sentir en sus recién estrenados sentimientos e ímpetus femeninos.

Las bandas del equipaje no se movían. Su mirada clavada en la lona plástica negra que transportaría su maleta. Maleta llena de emoción. Pocas cosas, pero muchos sentimientos empacados.

Recordó su primera partida y la banda similar esperando ver los colores conocidos de su maleta. Recordó el frío y miedo que sintió a su partida, cuando el abrazo a su madre le fue insuficiente. Cuando el tamaño de la nostalgia la invadió abriendo su maleta encima de la cama donde dormiría muchas noches. Muchas noches que extrañaba el bullicio conocido de su casa. Sintió nostalgia, sintió alegría. Todo cambia, pero en efecto, todo cambia para mejor. Su mirada en la banda, sus manos tocando el celular que no sonaba, no vibraba.

- Mamá… susurró.

Volvió a marcar. Cuantas veces no había marcado ese número. Cuantas veces ese mensaje era respondido casi de inmediato. Si en algo confiaba era en ese repique electrónico, que siempre tenía respuesta… Cuantas veces la simple voz de su madre paraban al mundo entero y permitía entrar la calma y la cordura en los momentos donde el mundo parecía convertirse en un monstruo de mil cabezas acechando su calma. Queriendo devorar su mundo estable para convertirlo en una voluta de eventos descontrolados.

Recordó cuando su madre le confesó…

- Hija… estoy enamorada.

Recordó como esas simples palabras, imaginando la sonrisa de su madre del otro lado de la línea la lastimaron ¿Había acaso perdido importancia para ella? ¿Volverían a ser inseparables como ella sentía que sin nadie más, pudieran ser?...

Recordó como lloró. Recordó como no quiso, incluso, aborreció al hombre que había acaparado la atención de su madre, sin siquiera conocerlo. Recordó que no había conocido lo que era amar. Que solo necesitaba amarse a sí misma, y que el amar a otro ser, era el solo compartir ese amor propio. No generar la necesidad del otro, que sin el propio, solo quedaba el vacío. Lecciones que ahora valoraba. Lecciones que en los ojos azules de Stephan vivía, al saber y comprobar que su amor a Mamá, estaba intacto, con Stephan o sin él.

El tiempo pasó y el tiempo confirmó que no era cuestión de elecciones de amar o no amar a alguien. El tiempo le mostró que era cuestión de amarse a ella misma y ahora compartirlo.
La banda comenzó a moverse. El amor comenzó a entenderse… La maleta apareció y el celular sonó.

- ¿Aló? Amor, ¡soy Stephan!

Su voz sonó en ese momento como la voz más bella jamás escuchada, voz conocida y cercana, rodeada de extraños y distantes. Elena olvidó la maleta y ésta continuó encima de la banda para dar otra vuelta. Hablaron por más de 10 minutos. Elena estaba angustiada al no tener respuesta de su madre. Stephan, solo atinó a darle ánimos y calma. Hizo su mejor gala de transmisión de calma y confianza que un hombre ‘atado de manos’ a miles de kilómetros de distancia, podía dar. Maldita ansiedad del no poder solucionar. Stephan sugirió que de no haber nadie conocido esperándola, tomara un taxi y fuera al apartamento directamente. Que evitará quedarse esperando. Que evitara permitir que el no actuar, acelerara el ritmo de la ansiedad. Se prometieron amor, mil veces más, más del que ya estaba depositado. La cuenta mancomunada rebosaba de amor. Los intereses eran desorbitados.

Elena cogió la maleta y camino a la salida de la terminal. Abordó un taxi y dio indicaciones.
La ciudad vista desde el nivel suelo era distinta. No era lejana, ahora era cercana. Cuantas veces había recorrido el camino. Calles conocidas, ruido conocido. Rostros distintos, ajenos pero cercanos. El momento para ella era agridulce, salado, molesto. Su seguridad estaba siendo tocada. Deseaba tener ahí a Stephan. Solo él en ese momento le daba la seguridad de que todo estaría bien o podría estar mejor.

Miraba el celular. Escuchaba la calle. Se acercaban al apartamento donde su madre vivía con Él.

Su madre y Él llevaban algún tiempo viviendo juntos. Recordó la mudanza que había coincidido en un viaje de visita. Recordó haberlo conocido y reído con Él. Recordó la alegría de su madre siendo conquistada por el hombre que había elegido amar. Recordó y aprendió la convivencia entre ellos, la admiró, la envidió. Recordó el trato de ambos, la amabilidad y cariño que en muchas otras parejas se reservaba para las introducciones, pero que en capítulos internos es solamente un recordatorio ‘del como fue’ más no un ‘así es’. Recordó las veces que en París al mirar parejas, sabía que su madre y Él hacían una más. Pero una más que ella conocía bien cuanto bien se hacían entre ellos. Recordó sus charlas, sus cuentos, sus anécdotas juntos. Recordó y convencida sabía que lo suyo con Stephan tendría que ser así. Ese era el ejemplo. Sin discursos, sin instrucciones, natural del ‘querer’ sin preguntar.


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Una ráfaga de viento abrió la puerta del balcón de golpe. Tiró la mesita donde la foto de ambos en la playa, un verano, sonreía tanto como el sol que los iluminaba. La foto cayó y el cristal que la cubría estalló en miles de trozos brillantes. El suelo se marcó. Una rajadura se marcó en la madera. La foto quedo intacta. Nada se movió…

El olor a gas comenzó a salir. Ruta de escape del gas mortal que por horas había estado inerte dentro del apartamento. Ruta de escape del gas que mantenía todo en calma. Calma final, calma que enlazó para siempre el abrazo de los amantes que en vida habían deseado tanto ese día de bienvenida. La bienvenida de Elena con noticias emocionantes. Calma que a la llegada de Elena, se convirtió en despedida. Calma que horas después servirían de coreografía negra, de luto, para los abrazos y los sollozos de la despedida final. Calma ante lo inevitable, calma dolorosa, abnegada, definitiva.

Elena se sentó y miró el apartamento. Habían sido ya 12 horas de su llegada. Ya era viernes... Stephan vendría, estaba en camino. Muchos ya habían estado ahí durante esas horas. Muchos no dejaban de estar sorprendidos por el final tajante. El final mudo de la pareja. El final que no debió de haber sido final. Final de cuento corto que no dejaría más que un suspiro y la irremediable sensación de lo inevitable, buscando más letras, buscando más páginas...

Elena miró el piso. La foto tirada le sonrió. La levantó y una lagrima recorrió su rostro. Miró la foto, miró el recuerdo, miró la felicidad, miró la lección, miró a su madre…

- Gracias Mamá… Adiós.


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