El y Ella (2)

Capitulo 1.2


El.


Nací aquí. Vivo aquí y para como veo las cosas me morire aquí. Tengo 40 años y no he encontrado a la valiente que me atrape. O más bien. Si sigo pensando en que me atrapen, siempre huiré; y así como gatitos y ratones… me moriré sin gato ni ratón. Es más, sin un puto queso o una whiska…



Mujeres. Son cómo el dinero. Van y vienen, pero siempre dejan intereses. Y como el dinero, siempre al alza.



Pepe maneja bien, pero hay veces que como que se hipnotiza con los camiones… miralo, ahí atrás de este. -¡Pepe! Chingaos…- Da el volantazo y rebasa al camión que ya lo tenía enamorado ¿Le gustarán los traseros grandotes? Se me hace que sí. No hay camión que no lo seduzca y quiera ir detrás, odio eso. Cuando manejo le digo que se fije, que vea lo magnífico que soy al volante. Puta madre que odioso soy cuando me quiero.



¿De dónde salió este periódico? ¿De que tienda rara lo saque? Lo leo y es increíble la de estupideces que dice, anuncios de departamentos en sótanos de edificios que no tienen sótanos. Venden coches raros, futurísitcos, jalada y media… No puedo leer, me mareo. Abro la ventana para no vomitarme. –Pepe ¿de donde salió este diario?- le pregunto mientras se enfila detrás de otro de sus amores… -No se señor, estaba en la cajuela que hoy lavé, había más cosas que saque, pero las tiré- Me quede pensando… -¿Qué tiraste? ¿Qué cosas? Temía la respuesta, no quería que dijera su nombre, no no… -Cosas señor, de la señorita Luz-


¡Madres! No quise escuchar ese nombre. Me dió como 10 de sus camiones de madrazo en la frente. Ya tenía más de 3 meses que no mencionaba ese nombre. Más de 5 mujeres que habían quitado su olor de mis sabanas y más de dos que me habían curado de sus gemidos cuando brincas como campeón de la noche, con orejas y rabo… Me dolió, me dolió su partida, me dolió su silencio, me dolió… “Perdoname…”


Luz fue una luz que acabo en lo más oscuro de mi vida. Pensé en eso. La música sonaba en el coche. Jim Morrison… menos mal. La música a veces me hace cambiar de sabores en mi mente retorcida, es sexy este güey. Tic toc, tic toc, como pasitos. Luz Luz, por que, por que… me dieron ganas de llorar. No, no era la voz de Luz, sabría que era ella. La olía hasta en el teléfono. Llegamos a la oficina. Agarre mi portafolio y me bajé. Quería, me urgía un café. Tomé el diario… Jim Morrison se quedo cantando solo. –Es sexy ese güey- Le dije a Pepe que se me quedo mirando como siempre. Pinche loco patrón que tengo, seguro pensó.


Conocí a Luz una mañana que harto del café que Silvia me hace todos los días en la oficina, salí a buscar al odiable, espantoso, alucinado, clase mediero con infulas Starbucks de la esquina. Entré y la ví de pie esperando su latte light… no manches… Me quede tarado. Ella me vió y me barrió. Sonreí y ella no. Se fue a sentar a una mesa solita. El cajero con voz de niña, barba de piojoso de Malinalco y mirada de depravado de You Tube me preguntaba que “deseaba”. Tarado, intento de gay, preguntarme que deseaba… Por amor a Dios en ese momento deseaba sentarme con esa mujer y solo verla, meterla al baño, besarla, tocarla, hacerla gritar y hundirme en su alma. Sus ojos grises y su cara blanca blanca “latte light”… vestida toda de negro. Black Magic Woman se me metió la tonada con la voz de drogo genio de Morrison hasta el fondo…


-¡Señor! ¿Que desea?- Grito la cosa esa. –Dame un café americano normal, no light, con toda la cafeína normal y de tamaño normal- le dije sabiendo que con eso lo volvería más raro aún, pero como lo disfrutaba. –¿Está bien si le sirvo un americano medio, alto?- Lo miré con una mirada que seguro descifró por que no hizo más preguntas, me dijo cuanto era, le dí el billete y no balbuceo más.


Me senté en la mesa junto a Luz. La miraba de forma directa y ella ni me miraba. Estaba metida en su revista. Observé su cara, era perfecta, demasiado perfecta. Llevaba una blusa negra, pantalones negros y botas negras, negrísimas… me maree.


Tendría que hablarle yo, era lo normal. Las mujeres cosechan, los hombres cazan. Es la regla; pero que regla tan limitativa para ellas. Ultimamente había algunas mujeres que empezaban a cazar. Debería de estar prohíbido, la neta, me saca de onda, me rompe el esquema, no puedo concentrarme cuando las preguntas que empiezo a ordenar me las interrumpe la pregunta que esas peligrosas cazadoras avientan, deberían de apresarlas, meterlas en la carcel… son peligrosas.


Jorge era un ser despreciable para la fealdad. A sus 40 años podía ser envidiado por muchos de 30. Cuidaba su apariencia como pocos lo hacían, nada en el era producto de casualidad. Hasta el mínimo detalle estaba calculado. Alto, no fornido, no delgado, atlético sin ser exageradamente producto ‘Sport City i love myself’ ni exhibicionista ‘nuevo cuerpo’ de esos que usan camiseta sin haber pagado las mangas. Pelo castaño, mucho (como muestra del triunfo sobre la calvicie, ahora homenajeada por lo inevitable en la mayoría); odiaba la mayoría, sus ojos profundos negros eran enmarcados por cejas tupidas. Cuidaba un bronceado constante, eterno, siempre ahí, siempre en su punto. Sus manos eran amplias, francas, deseables, seguras, de esas que las princesas desean tomar y con una sonrisa poder decir: “de aquí al fin del mundo…”. Cachondas.


Abogado que tenía forma de ser pragmáticamente despiadado para los enemigos de sus clientes. Si ingreso, por encima de las 6 cifras en dólares anuales le permitían darse el lujo de escoger, el lujo de elegir, algo que atesoraba como verdadera riqueza. Creía en ella, odiaba la sumisión. Odiaba el himno de la solidaridad. Lobo solitario.


Jorge era una colección de egocentrísmos que se antojaban aniquilar en lo más profundo del colectivismo, pero como lo antojable, inalcanzable. Se sabía y se daba a desear.


Sus padres habían puesto todas sus aspiraciones en él. Hijo único, trofeo de los que no habrá más. Su madre, emigrante argentina había conocido a su padre en un evento donde ella jugaba a ser princesa, su padre lo era, principe de dinero, más no de clase. Se conocieron y en poco tiempo, poco, poquísimo, horas ya habían gestado la semilla de la razón de su unión. Jorge era producto del deseo, del desenfreno, hecho en el altar del asiento trasero de un taxi en Milán, en medio de sedas, champagne y perfumes. Cuando su madre se supo embarazada corrió como princesa con el principe y le aventó el zapato del cuento, exigiendo cumplimiento, que el otro sobandose no pudo negar.


Se casaron en Pietrasanta, Italia; de donde era el padre de Jorge. Poblado aburrido que dejó de serlo esa tarde que ambos unían su vida, albergando un ser en el interior de ella. Fiesta italiana, traviattas y vino, los invitados, gordas y feos bailaban, la familia de bellos ricos sonreía con mirada de enojo. Los familiares pocos también bellos y cómplices de la princesa que habían llegado de Sudamérica cambiaban el viñedo argentino por las tierras idénticas italianas. Finalmente, eran lo mismo. Bellos con ganas de ser más bellos y no morir en el intento.


Viajaron mucho. Los intereses familiares del padre de Jorge lo llevaron a encargarse de la firma familiar por todo el mundo. Lejos de las decisiones importantes, lejos de los hermanos que se unían a italianas con fortuna. No podía haber cabos sueltos. La familia atesoraba el patrimonio clase mediero convertido en calse alta en cifras, tapando fugas. Ni modo. Si el menor de los hermanos había decidido viajar, decidían que viajaría el resto de su vida. Además, que se podía hacer con un heredero que andaba sembrando en tierra non-sancta los futuros intereses. El nuevo mundo los esperaba. La familia argentina los esperaba más con curiosidad que con emoción. La madre de Jorge salió para volver con trofeo. Su belleza itálica sembró fruto en antecesores que no dejaron la tierra. Regresó al hogar, regresó con marido, regresó con futuro cierto y la maleta llena de incertidumbre sentimental.


El hartazgo de siestas interminables, asados penetrantes y vientos de “aquí no pasa nada” llevaron al padre de Jorge a emprender nuevos caminos. Tomaron rumbo al norte, llegarían a Brasilia, habría amantes para ambos, cuentos cortos y un idioma absurdo que solo para hacer el amor era claro. Jorge crecía al calor del sol y brisa marina. Su bronceado y su pelo claro fueron tomando un tono. Tono asoleado, tono sensual. El niño crecía en medio de la belleza. El camino siguió, con el padre enfermo, pararon en la Ciudad de México.


Jorge estudió leyes, conoció gente. Su posición de argentino, crecido en Brasil y sangre italiana lo hacían pedantemente hermoso. Tuvo la fortuna y el infortunio de no conocer muchas negativas. Sin ser extraordinario alumno, no paso desapercibido. Para su carrera contaba con la seguridad heredada de ambos padres, seguridad que muchas veces funcionaba más que cualquier discusión legal, de academia; sabía venderse y sabía que lo sabía.


Su padre murió, su madre emigró al sur. El decidió quedarse. Fue heredado, fue despedido por su familia italiana. No querían saber más del fruto calenturiento de su padre. Lo sabía y lo guardaba con dolor. No juró venganza, juró algo peor. Juró indiferencia, misma que sería el veneno que lo acecharía, misma que sería el elixir que lo mataría. Sembró su propio demonio.


Jorge no se casó, pero repitió la historia de consecuencias a largo plazo a cambio de placer a corto; cambiando el asiento trasero de un taxi por una suite en Las Brisas en una escapada a Acapulco, con quien fuera la madre de Lucrecia. La hija, que a sus veinte años ya, le recordaba con su sola presencia el que no era fácil ser padre y jugar a ser niño.


-¿Qué signo eres?- lanzó Luz sin un “agua va”. Me quede mudo, yo pensando en quien sabe que chingados y ésta me lanza esa pregunta.


–Para que quieres saberlo- dije sin voltear a verla y haciendome más pendejo de lo pendejo que ya me hacía con el Reforma que tenía en mi cara.



-Para que me platiques y dejes de hacerte pendejo con el periódico que no estás leyendo- dijo mirandome cuando baje el diario y mire sus estupidamente bellos ojos.



Sonreí y la ví. Analize su cara. Era perfecta. No tenía un punto típico donde pones el “pero” siempre. Sus ojos se me metían en los míos. Sentía raro, como si fuese una conocida, como si fuese alguien que ya había visto antes. Se parecía a… a nadie pero a todas. Me puso nervioso y eso si que es raro. Sentada, mirandome, sin un mínimo ademán de nervio, de falla, de algo de lo que pudiera agarrarme y volver a tener el control. Nada. Perfecta la maldita. Tuve que revirar.



-Mejor preguntame- dije acomodandome en el sillón y girando mi cuerpo hacia ella. Trate de hacero tranquilo, sin aspavientos, sin nervios. No quise aparentar que me había agarrado en despoblado. Que tenía aun el control.



–Depende de lo que preguntes…-,



-Tu signo…- dijo interrumpiendome. Cabroncita. Hija de la fregada. Me encerró.



-Soy Cancer- dije hechandome para atrás en el asiento, abatido, derrotado, encabronado poquito.



-Mmm… Cancer, tienes un buen día, fortuna, tus seres queridos te quieren, los que no, no te quieren, bla bla, estas en un buen punto sexual, fisicamente bla bla bla…- leía a medias y ya no me miraba.



-¿Tu que signo eres y como te llamas?- interrumpí. Fue automático, no lo planee, me salió, mi berrinchito estaba en paz ahora. Se la regresé, pero lejos del match point.



-Me llamo Luz, no se que signo soy, no me interesan los signos y quiero otro café…- Ordenó, no pidió, no preguntó, ni siquiera sonrió, simplemente. Ordenó la condenada... y me levanté por su café.

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